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UNA JARRA DE MARMOLADA
En general, mis charlas con familiares, amigos o compañeros de trabajo tienen que ver con temas banales, aquellos de los que uno se puede reír sin problemas. El fútbol es ideal al respecto, lo mismo la TV, pero también ciertas situaciones laborales, que un buen día pueden generar el descubrimiento de que el correo interno de la institución en la cual trabajo parece haber sido terciarizado a la firma Expreso Caracol, o de que lo bueno de ser jefe es que uno ya no tiene necesidad de disimular lo boludo que es. (Que considere una charla por cuestiones laborales como algo banal dice mucho de mi trabajo. O tal vez de mí).
Más allá de intervenciones en blogs o Twitter, ya no hablo mucho de política, por dos cuestiones concurrentes. Una es que para mí no es útil ni gracioso discutir sobre estadías de 48 horas en paraísos fiscales que en realidad jamás sucedieron, o sobre golpes de Estado tántricos cuyo anuncio hace recordar a la fábula de Pedro y el lobo. La otra es que ya hace siglos que el mundo cuenta con una herramienta para resolver temas complejos y totalmente extraños a la experiencia diaria de la mayoría de nosotros, como la megaminería o la estrategia del Estado ante una multimillonaria demanda judicial radicada en los tribunales de ¡Nueva York! Esa herramienta es la representación política, por la cual cada tantos años somos convocados a elegir a personas capacitadas para lidiar con semejantes asuntos por nosotros, o al menos eso es lo que ellos afirman. Creer que personas del común pueden debatir temas abstrusos en una pausa en la oficina o durante un viaje en taxi es tenerse demasiada fe. Hace mucho que ya no es mi caso.
Tampoco dejo mucho espacio en mis conversaciones para los casos policiales, que me parecen una excelente trampa para boludos: ninguna persona razonable puede discutir la culpabilidad de alguien a partir de informaciones que, como quedó en claro para siempre con el Caso Pomar, tienen menos que ver con la búsqueda de la verdad que con la del morbo. Y menos aún doy lugar a la ardua charla sobre accidentes de tránsito, que es siempre la misma charla de 1981 o acaso 1947 repetida ad nauseam, construida a partir de circunstancias variables, moralismos permanentes y repetidas exclamaciones de "qué barbaridad".
Y por lo general tampoco hablo mucho de cuestiones más profundas, como la vida o como la muerte, en parte porque no es un tema que se me proponga y en parte porque no hay nada que discutir. La verdad de la vida es el nacimiento, la felicidad esporádica, el sufrimiento más o menos continuo, la enfermedad y el envejecimiento crecientes y, por último, la muerte inevitable, no sólo de uno, que no sería tanto, sino también de las personas amadas. Esta es la verdad que casi todas las religiones y buena parte de la filosofía se han empeñado en negar durante milenios a como diera lugar y con los argumentos más inverosímiles, en vez de aceptarla y ayudar a cada ser humano a pasar mejor su minutito cósmico perdido en escalas temporales y espaciales inconcebibles, minutito cósmico del cual vos has decidido distraer unos valiosos e irrepetibles instantes para leer estas líneas que escribo una tarde lluviosa, en una habitación algo fría, escuchando a Franz Ferdinand. Creeme que te agradezco profundamente.
Tal vez, luego del párrafo anterior, se entienda mi renuencia a involucrame en algunas conversaciones: el tiempo se nos acaba, no lo desperdiciemos. No es una contradicción que en el primer párrafo escribiera que prefiero las charlas sobre temas banales, al contrario: no debemos nuestro minutito cósmico a ninguna divinidad, somos sus dueños, somos libres de hacer con él lo que nos plazca, incluso y especialmente somos libres de reírnos de los límites de hierro de nuestra existencia.
Y también somos libres de reírnos de la torta que hizo la de contaduría, que se le desarmaba tanto que había que servirla en vasos, y entonces para el próximo cumpleaños le vamos a pedir que traiga una jarra de torta marmolada.
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