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ACAPULCO BLUES

I

Una luna como de marfil viejo colgaba de la noche enjoyada de estrellas. El mar se mecía suavemente; soplaba una leve brisa tropical. Asomado en el balcón, Rick encendió el enésimo cigarrillo. Oyó la suave respiración de Ann: ella dormía tranquilamente.

Al guardar la cigarrera en el bolsillo derecho de la bata, recordó una noche en la Habana, cuando recibió una bala en la pierna izquierda. También recordó los garitos y cabarets donde había pasado los últimos años de su vida. Llevaba tres meses huyendo de ellos.

De La Habana a Miami en un velero que llevaba armas a los revolucionarios de Sierra Maestra y retornaba con whisky y cigarrillos de contrabando. De Miami a Nueva Orléans en un Buick alquilado con nombres falsos (fue entonces cuando a su persecución se sumó el FBI). De Nueva Orléans a El Paso, donde Ann y Rick cruzaron la frontera mexicana con documentos que les costaron la mitad del dinero que llevaban. En la Ciudad de México no les fue ajena ni la felicidad ni la angustia. El miedo a ser descubiertos, la fuga hacia delante, hacia cualquiera (ninguna) parte, hasta toparse con el mar en un atardecer de Acapulco.

II

Ann Dillon tenía el cabello del color del fuego y los ojos del color de la ceniza. (Esta descripción es harto afectada y no hace justicia al brillo ciertamente vivo de su mirada. Tal vez sea mejor comenzar de nuevo). Era la clase de mujer por la cual ningún hombre dudaría en echar su honra a los perros.

Pinceladas: labios un poco grandes. Pechos algo más que un poco grandes. Curvas delineadas con la elegancia de un trazo de Leonardo. Un rostro de ángel, de aspecto perversamente cándido, en un cuerpo diabólicamente perfecto, un descenso del Cielo a los infiernos en un golpe de vista

A los quince años, Ann había sido vendida por su padre, un irlandés dueño de un bar de mala muerte, a un rufián italiano de Savannah, quien se la quedó para sí hasta que un ajuste de cuentas lo dejó frío. El ejecutor, Chuck Aniello, el jefe de los matones de Don Angelo Ricci, el dueño de media La Habana (y dicen que de Fulgencio Batista, el dueño de la otra mitad) se la llevó consigo a Cuba. Don Angelo, deslumbrado, perdió la cabeza por ella (y se la hizo perder a Chuck). Un capitán de la policía de Batista cumplió con lo que se esperaba de él y el anciano padrino volvió a casarse tras veintinueve años de viudez, para escándalo de la Famiglia.

Nadie dudaba que Don Angelo estaba demasiado viejo para lidiar con una mujer así. A los veinte años, Ann era dueña de su destino. Fue entonces cuando el amor fue (porque el amor sucede, es).

III

Cuando el amor sucede, no pide permiso. Rick tenía la piel curtida de derrotas, y parecía haber dejado el alma a jirones detrás de sí. Su carácter hosco, la expresión siempre seria de su cara, le hacían decir a Ann que él era su "Bogart con dolor de muelas". Parecía tener algún año menos de la cincuentena que sus documentos declaraban, aunque en los últimos meses su cabello había comenzado a encanecer y había perdido algunas libras de peso. Sus rasgos se habían afilado ligeramente, lo suficiente como para resaltar el brillo de sus ojos pardos. Era un hombre elegante, un aristócrata del asfalto, la persona de la que cualquier hombre, de ser mujer, se enamoraría perdidamente.

Ann apenas sabía de Rick que había nacido en Brooklyn, en 1904. Que tuvo una juventud tumultuosa, que había recorrido buena parte del mundo, tal vez como periodista o como agente de la Internacional. Que vivió un tiempo en París y otro en el Marruecos francés. Que estuvo en Tánger después de la guerra y en Hollywood. Que firmó manifiestos contra Mc Carthy, y que su amistad con Frank Sinatra y Carlo Rovere le permitió una oportuna salida de escena. Que en La Habana fue gerente del mayor de los casinos de Don Angelo, algo que vivía como una expiación de culpas.

De los amores de Rick, Ann sólo sabía que habían sido tantos como el tamaño de su olvido.

IV

Acodado en la barandilla del balcón, Rick Blaine se dejaba llevar por la lenta fluencia de la noche. Un peatón pasó silbando un corrido.

"La vida puede darnos todo cuando ya no tenemos fuerzas para conservarlo", pensó. Apagó el cigarrillo contra la pared. Comenzaba a sentir frío. Tomó el sobre de papel gris (que llevaba uno de sus falsos nombres) y lo volvió a esconder cuidadosamente, tratando de no hacer ruido.

Tampoco esa noche había tenido valor para releer el diagnóstico del oncólogo.

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